Pasan las 12 de la noche… es Julio, por lo que no hace tanto que se ocultó el sol pero la temperatura ya es muy agradable. Tan sólo llevo un par de semanas trabajando con Martes, mi compañero actual, pero ya hemos alcanzado el punto en el que frente a un paciente grave cada uno sabe lo que tiene que hacer, y con simplemente una mirada entiende lo que el otro quiere decirle. Y es fundamental, puesto que en la ambulancia somos sólo dos técnicos, sin más. De hecho, durante la última libranza quedamos para gastar mi primer sueldo en una mochila con su material para el trabajo (sí, el equipamiento de las ambulancias en esa empresa era ciertamente ligero). Como dos chavales con ganas, material y a los que se les da bien su tarea, nos vemos preparados para todo. Y ese es uno de los primeros errores que se cometen en este apasionante mundo.
«Treinta años, corte en una mano en su domicilio», nos informa el eco metálico de la emisora. Todo apunta a un aviso tranquilo; incluso cuando pasados unos minutos notificamos a la central que ya hemos llegado y ésta nos responde: «Con delicadeza, es un compañero» no nos extrañamos mucho, dado que nuestro trabajo es tan particular que mucha gente se dirige a nosotros como «compañeros»: administrativos de hospitales, vigilantes de seguridad, barrenderos, auxiliares de geriátricos… Pero este no es el caso.
«Es mi hijo, no sé qué le ha pasado», repite una mujer de mediana edad mientras nos conduce a un dormitorio; un dormitorio cuyo suelo está cubierto por un charco de sangre. Un dormitorio con una cama también teñida de rojo oscuro en la que yace, con los ojos cerrados, nuestro compañero Alberto, del turno de día. Mierda, no era esta la idea que tenía para estrenar la mochila, pienso mientras la abro y la dejo en el único rincón limpio de la estancia. Vamos a por ello, Martes. La telepatía funciona: él se va a los brazos y va presionando y vendando las heridas que quedan al retirar varios catéteres intravenosos. Alberto se ha canalizado sus propios vasos y dejado al aire los catéteres para vaciarse su sangre. Al tiempo, yo le hablo, pero no responde. ¿Qué le habrá llevado a esto?
Me acerco a por una cánula orofaríngea de la mochila, y por un momento tengo la sensación de ver doble: en el rincón hay dos mochilas idénticas. Martes, mi compañero, sólo lleva riñonera, por lo que la otra debe ser de Alberto, también compañero pero ahora paciente, y de su mochila ha sido de dónde ha extraído los catéteres con los que ha decidido hacerse daño. Durante una fracción de segundo los papeles se intercambian y me veo yo en la cama con los brazos… No, a lo mío: provoco el estímulo doloroso y sí consigo hablar con él, pero sólo pide que le dejemos en paz. Le explico que no puede ser, que conoce que debe venir con nosotros y que en caso contrario llamaremos a un médico para que le obligue. Y en ese momento vuelve a cerrar los ojos, esta vez sin responder tampoco a un estímulo doloroso que sin duda le es familiar, y comienza con movimientos bruscos de tipo convulsivo. Preguntamos a la madre qué puede haber tomado, pero ella no lo sabe, en casa hay muchas medicinas y además cuenta que Alberto tiene enfermedades del corazón…
Con eso ya es suficiente, parece un momento perfecto para pedir refuerzos: tras la mirada de confirmación con Marte solicito una UVI-móvil. Apenas han transcurrido un par de minutos cuando aprecio el reflejo de unas luces de emergencia en la calle. No pensaba que fueran tan rápidos, pero no me molesta en absoluto; sin embargo no son ellos sino otra ambulancia de unos compañeros, que se encontraban cenando pero que han reconocido el aviso de Alberto y también han acudido: nos piden que les dejemos solos con Alberto y eso hacemos, esperando en el portal a la UVI todavía pendiente.
A los pocos minutos llega la unidad avanzada, y aprovechamos para explicarles la complejidad de la situación antes de entrar a la vivienda. En ese momento aparecen los dos compañeros de la otra ambulancia acompañando a Alberto hacia su vehículo, los tres caminando. Martes y yo nos miramos asombrados: perfecto, una gran interpretación por parte de alguien con quien no resultan nuestros trucos para desenmascararlas. Finalmente los compañeros trasladan a Alberto al hospital y la UVI se retira del lugar como llegó.
Fabuloso: empapados de sangre de un paciente nuestro que han tenido que trasladar otros compañeros, con la UVI de nuestra zona mosqueada porque les llamamos sin motivo aparente y la central pensando que somos unos cagaos. Y nos quedan todavía siete horas de noche por delante…
Ví a Alberto alguna otra vez después de su incidente, en el trabajo y de voluntario, pero en ninguna de las ocasiones intercambiamos palabra. Alberto, por si llegas alguna vez por aquí y te reconoces, no te guardo ningún rencor; imagino que sufres y sé que no me gustaría estar en tu lugar. Si volvemos a vernos en esa circunstancia, lo cual deseo fervientemente que no ocurra, estaré mejor preparado para poder ayudarte.