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El veloz desplazamiento del paisaje a través de las ventanas del tren me hipnotiza. He descubierto que desde el fin de las clases hace apenas tres semanas desconecto del entorno con excesiva facilidad. La reunión de la cooperativa inmobiliaria ha transcurrido dentro de lo previsible -lo que resulta positivo dada la situación- pero tampoco ha conseguido despegar de mi esa sensación insípida.
No es el destello del sol al emerger en Plaza de España el que me devuelve a la realidad, sino el de una patrulla de Policía Nacional que se detiene al otro lado de la calle Princesa. Allí se aprecia un pequeño tumulto que no se genera con una ganga, con un titiritero, ni siquiera con una pelea; de alguna forma, me resulta familiar, más aún cuando aprecio a una persona tendida en su centro.
Cuando ofrezco mi ayuda como trabajador del servicio al agente que no está reclamando las asistencias, la acepta de buen grado y despeja el entorno inmediato de mi nuevo paciente -vaya, quizá el par de guantes con el que siempre viajo y un poco de confianza surten efecto de inmediato – deduzco. Tras la preceptiva presentación, Juan relata, no sin dificultad, que se tropezó y cayó, que toma anticoagulantes y que le duele la pierna, pero no el pecho y no le cuesta respirar. Le explico que trabajo en urgencias y que me quedaré con él hasta que lleguen mis compañeros.
Al tiempo que trato de descartar otros signos de gravedad, se despide de mi una enfermera que ahora puede continuar camino de su trabajo, con la que me excuso por no haberla considerado puesto que no sabía que alguien ya se encontrara atendiendo a Juan. Al tiempo que mantengo la presión sobre la herida de su pómulo, descubro que la bandolera que yo llevaba y había dejado a un lado ha desaparecido; es imposible que alguien se aproveche de esta situación de esa forma, y menos delante de un par de policías nacionales, razono para mis adentros. No tardo en respirar tranquilo: la ha cogido una mujer aparentemente muy afectada, que sospecho que era la cuidadora de Juan porque ha cogido también las muletas que le ayudaban a caminar.
Ciertamente no es de mucha más ayuda porque no maneja el castellano y porque se encuentra realmente alterada, quizá por el temor a que alguien la responsabilice de la caída de Juan, por lo que decido continuar realizando la evaluación básica de su estado neurológico mientras hablo con él. Pone de su parte, pero su estado habitual y la impresión por la caída no permiten llegar a nada concluyente.
Afortunadamente transcurren apenas un par de minutos hasta que aprecio al otro lado de la plaza un sonido y unos destellos característicos: una vez la ambulancia llega al lugar, los voluntarios de SAMUR-PC descienden de la misma y aprovecho para transmitirles la información que he podido recoger y ofrecerles mi ayuda si es necesaria; de acuerdo con lo que presuponía no lo era, por lo que me despido de Juan, su cuidadora y los agentes y tomo el autobús que se encontraba esperando la hora de su salida en la cabecera de la línea.
Allí sentado, con la vista perdida a través de la ventana, le doy un par de vueltas a lo ocurrido: no he salvado ninguna vida, ni siquiera he provocado una mejora significativa en la situación. Pero creo haber distinguido en Juan un gesto de confianza cuando estábamos hablando… y, súbitamente, sonrío. Sonrío porque descubro una vez más qué es lo que sé hacer, qué es lo que me proporciona la mayor de las satisfacciones y qué es a lo que deseo dedicar mi vida.
Mientras el autobús comienza su ruta, aprecio la ambulancia partiendo hacia el hospital… y, de alguna forma, yo también inicio de nuevo el movimiento, ahora que he recuperado la senda que había perdido y que me permite continuar el viaje.
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