Con un movimiento totalmente mecánico, mis dedos activan de forma autónoma el interruptor de los destellantes. En respuesta, los laterales del pasadizo de acceso a las urgencias del hospital refulgen en color ámbar hasta que emergemos a la noche. La dirección recién recitada por la operadora a través de la emisora, que Martes acaba de anotar diligentemente en el registro de avisos, corresponde a la bocacalle de una gran avenida de nuestra zona habitual de trabajo, por lo que ni siquiera consultamos el callejero; son las ventajas de llevar varios meses trabajando a un ritmo de veintipico avisos por noche. ¿Qué tenemos ahí? inquiere mi compañero. Un paciente psiquiátrico que quiere ingresar, responde la voz entre el chisporroteo analógico del sistema de comunicaciones.
Es habitual recibir cada noche al menos un aviso de estas características. Pacientes ya diagnosticados que, dudando de su capacidad para afrontar las horas venideras, solicitan ser trasladados al único recurso especializado disponible: las urgencias hospitalarias. Por un lado nos resulta ciertamente frustrante no poder hacer nada más por ellos que un mero servicio de taxi, pero por otro la sencillez y la rapidez con la que habitualmente se resuelven juegan a nuestro favor. Genial -comenta Martes- con algo de suerte aligeramos la cola de pendientes. Sigue leyendo